EL SEÑOR NARVÁEZ

Por: Iván Cepeda Castro



EN EL ARTÍCULO “GUERRA POLÍTICA como concepto de guerra integral”, publicado a mediados de la década de 1990 en la Revista de las Fuerzas Armadas, José Miguel Narváez afirmaba:

“El trabajo de la subversión desarmada ha logrado en este proceso colombiano de conflicto interno más resultados en contra del Estado como un todo, que el trabajo del ente subversivo cargado de fusiles y ametralladoras. Es aquí en donde se encuentra el verdadero centro del conflicto”. En palabras de Narváez, los magistrados, periodistas, defensores de derechos humanos, opositores políticos, sindicalistas son un “cáncer sin diagnosticar plenamente”. La tarea consiste entonces en “neutralizar a los agentes enmascarados e infiltrados de la llamada guerra política”. Las “gentes de bien” deben rescatar la “educación patriótica y cívica” y evitar la sustitución de los “valores de la nacionalidad” por una “cultura de reclamación permanente de derechos”.

Esas reveladoras frases provienen de la ideología primaria y agresiva que ha imperado durante décadas en muchas de las instituciones militares, políticas y educativas del país: una mezcla de las tesis del nacionalsocialismo, los valores del Opus Dei y los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional. Esos preceptos fueron los que inculcó Narváez en varias instituciones estatales. En las academias militares, como profesor enseñó su concepción sobre la psicología de la subversión y la guerra política. Su prédica fundamentalista nutrió el discurso del actual gobierno, que lo convirtió primero en uno de sus consultores de cabecera en asuntos de seguridad, y luego en subdirector del DAS. Desde esta última posición, Narváez contribuyó a crear la unidad de inteligencia G-3, que tenía como tarea principal —de acuerdo con los documentos incautados por la Fiscalía— “neutralizar” a los opositores del Gobierno.

Al parecer, el funcionario estatal compartía esas funciones con otra carrera paralela: la de consejero e instructor de los jefes paramilitares. Según Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, a Narváez “lo único que le faltaba era el brazalete”. Como miembro orgánico de las autodefensas servía de intermediario con el alto mando militar y político. Otros ex jefes de las Auc han ratificado esas afirmaciones. Freddy Rendón, alias El Alemán, aseguró que en esas visitas a los campamentos paramilitares el consejero iba acompañado de otro de los “asesores” de ellos, Ernesto Yamhure. Narváez se jactaba de sus relaciones con políticos y generales. Le transmitía a Carlos Castaño sus órdenes: asesinar a Jaime Garzón y a Manuel Cepeda, secuestrar a Piedad Córdoba. Era la aplicación práctica del curso en el que enseñaba que en Colombia es “lícito matar comunistas”.

El señor Narváez es apenas una pieza del aparato criminal: consejero de los jefes paramilitares y también del Gobierno, instigador del odio y emisario de las condenas a muerte proferidas por el alto mando militar y político. “Un hombre honorable”, así lo definió José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, otra de las instituciones que asesoró Narváez.

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La decisión de los directivos del periódico El Tiempo de destituir a la columnista Claudia López es un acto de abierta censura. Pero además es el primer ensayo de una estrategia propuesta por José Obdulio Gaviria: desarrollar la guerra política contra los magistrados, los columnistas y los defensores de derechos humanos. Otro fanático de derecha, muy similar en su prédica a Narváez.

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LA CONFIANZA DE LOS RICOS Y LAS REINAS

Por: Iván Cepeda Castro

A MEDIADOS DE LA DÉCADA DE 1990 asistí en Bruselas a una conferencia internacional sobre la situación de derechos humanos en Colombia. En la mesa que presidía el evento estaba el entonces embajador ante la Unión Europea Carlos Arturo Marulanda.

Recuerdo su mirada de desprecio al auditorio, en el que se encontraban algunos campesinos de la hacienda Bellacruz, ubicada en el departamento del Cesar. Con la ayuda de los paramilitares, el Embajador había usurpado las tierras de los labriegos y las había anexado a su inmensa propiedad. 270 familias tuvieron que salir de allí luego de varias incursiones armadas en las que los paramilitares incendiaron sus viviendas y cultivos. Después de años de buscar justicia ante los tribunales, los desplazados de Bellacruz lograron que se profiriera una orden de arresto contra Marulanda, quien se dio a la fuga. En julio de 2001, el ex diplomático fue capturado en España, pero meses más tarde se le dejó en libertad. La historia no terminó allí. Los campesinos obtuvieron que el Gobierno se comprometiera a entregarles unos predios para su asentamiento definitivo. Cuando al fin se les otorgaron tierras en Cundinamarca, la entonces gobernadora del departamento, Leonor Serrano, alentó a los alcaldes de la zona a que se abstuvieran de recibir a los desplazados, puesto que “eran guerrilleros que acarrearían conflictos en la comunidad”. Los campesinos interpusieron una acción de tutela que revisó la Corte Constitucional. Mediante la sentencia T-227 de 1997, el alto tribunal ordenó a la gobernadora abstenerse de restringir la libre circulación de las víctimas y la obligó a hacer un curso de derechos humanos en la Defensoría del Pueblo.

Hoy, algunas de las familias desplazadas viven en el Tolima y se dice que sus tierras en el Cesar han sido compradas por el empresario Germán Efromovich para hacer cultivos industriales de agrocombustibles.

Esa es apenas una página de la historia de la usurpación de la tierra en Colombia, cuyo correlato es la creación de toda clase de leyes, acuerdos, incentivos, subsidios y programas para garantizar la impunidad, la legalización del despojo y en especial la concentración intensiva de la riqueza. De esa historia hace parte el reciente escándalo de los subsidios a familias acaudaladas por el programa Agro Ingreso Seguro. Mientras el Gobierno regatea sobre los costos que tiene la reparación de las víctimas, no vacila en entregar los recursos públicos a sus socios, los magnates de la tierra y del mundo empresarial, para obtener su respaldo político.

Luego de la férrea oposición del neoliberalismo a las ayudas públicas destinadas a los desposeídos, que contribuyó a incrementar la pobreza en el mundo, se ha operado un giro de las políticas económicas. Por una parte se entregan miserables “ayudas” con fines populistas, y al mismo tiempo, se desvía la mayor parte de los fondos consagrados a los pobres hacia los multimillonarios, con el pretexto de que ellos pueden “generar empleo”. Se trata de disfrazar una nueva versión del “darwinismo social” que pregona que la regla suprema del sistema es la supervivencia de los más aptos, o sea los ricos.

Con acierto un editorial de El Espectador en días pasados afirmó que el Estado colombiano es hoy una maquinaria corporativista: la alianza de corporaciones de la mafia, la criminalidad y la más rapaz corrupción. Eso es lo que el presidente Uribe define como “confianza inversionista”.

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