Por: Iván Cepeda Castro | Elespectador.com
Radiografía del fenómeno de la violencia sexual contra las mujeres en el conflicto armado.
Al cierre de las sesiones parlamentarias de este semestre, con la representante Ángela Robledo hicimos un debate sobre la violencia sexual contra las mujeres en el conflicto armado. Pocos días antes de la sesión de control político, un grupo que se identificaba como facción de los comandos urbanos de ‘Los Rastrojos’ hizo llegar un mensaje amenazante contra varias de las principales organizaciones de mujeres, una de las testigos que intervino en la audiencia y su hija, la Defensoría del Pueblo y otras personas e instituciones. Provocar el debate público sobre un crimen como éste suscita, de inmediato, la reacción de quienes lo han perpetrado. Saben que por ello sus máximos responsables pueden ser llevados a tribunales internacionales.
La historia enseña que en todo contexto de atrocidades generalizadas, la agresión sexual contra las mujeres se usa como estrategia bélica. No sólo porque los ejércitos son por excelencia organizaciones que se rigen por principios patriarcales. Este tipo de violencia estimula a la tropa con la promesa de que las mujeres serán parte del botín de guerra, y además se emplea como estrategia para la destrucción o dominación de grupos humanos, pues ataca a las mujeres en su función reproductiva, así como en su papel esencial en la organización de la vida social y en la transmisión de la identidad cultural.
En Colombia, la Corte Constitucional caracterizó las formas de agresión sexual en el conflicto armado en una trascendental decisión, el Auto 092 de 2008. Al definir la violencia sexual como estrategia bélica, la Corte le asignó las características propias de los crímenes de lesa humanidad: una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible que cometen todos los actores armados. La definición de la jurisprudencia colombiana coincide con la contenida en el Estatuto de la Corte Penal Internacional que tipifica los actos de abuso sexual como crímenes contra la humanidad.
El Auto 092 incluye un catálogo de las circunstancias en las que se perpetra. Diversas modalidades de agresión sexual se presentan como parte del desplazamiento forzado, del control territorial, del amedrantamiento de comunidades, del reclutamiento forzado, de las masacres, de la destrucción de poblados, de la desaparición forzada, del secuestro, etc. En esas situaciones es común que se combinen múltiples manifestaciones de ultraje que pueden incluir: violación sexual, prostitución forzada, esclavitud sexual, embarazo forzado, aborto forzado, infecciones de transmisión sexual, acoso sexual, exhibición forzada de la desnudez, esterilización, etc. La violencia sexual se practica de manera colectiva e individual; indiscriminada o selectivamente cuando se trata de mujeres que forman parte de organizaciones sociales, comunitarias o políticas, defensoras de derechos humanos y liderezas de asociaciones de víctimas. Igualmente, la Corte estableció que las niñas y mujeres de comunidades afrodescendientes y los pueblos indígenas se encuentran entre las víctimas más frecuentes de esta clase de ataques. La amenaza o la violencia sexual se usan para mantener el régimen de control de poblaciones y forman parte de los castigos que se imponen como respuesta al desacato de órdenes de los grupos armados o las fuerzas militares en determinadas regiones. Asimismo, a las mujeres se les imponen códigos de conducta a través de modelos de esclavitud sexual y social.
En algunos lugares del país se han delimitado zonas de cautiverio y de prostitución forzada. En 2008, la prensa informó que 80 jovencitas fueron confinadas en un pueblo del departamento de Putumayo, y sometidas a un régimen de esclavitud sexual por una de las nuevas estructuras paramilitares de la región. En San Onofre, Sucre, era común en la época del terror que impuso el jefe paramilitar alias Cadena que sus hombres dispusieran a su antojo de las mujeres. También es conocido el caso del jefe paramilitar Hernán Giraldo, quien en la Sierra Nevada de Santa Marta hacía que le trajeran a las adolescentes para embarazarlas como una especie de tributo que debían pagarle las comunidades indígenas de la zona. “El Patrón era como el rey, y entregarle una niña era igual que llevarle una gallina”, decía una de sus subalternas.
Como lo afirma la Corte Constitucional, estas situaciones ocurren en medio de una triple invisibilidad: la indolencia social, el silencio forzado de las víctimas y una impunidad absoluta. Con pocas excepciones como la de la Defensoría del Pueblo que ha diseñado un proyecto de acceso a la justicia para las mujeres víctimas, las instituciones estatales no desarrollan políticas públicas sobre el tema. Las estadísticas que tienen los ministerios son parciales, no se han establecido sistemas de asistencia, prevención y protección; la ley dedicada a erradicar la violencia contra las mujeres —1257 de 2008— no ha sido aún reglamentada por el Gobierno; muchos de los funcionarios estatales y operadores judiciales no poseen la formación y la sensibilidad necesarias para tratar de manera profesional la atención de las víctimas; no se ha designado hasta hoy a la Alta Consejera para la Equidad de la Mujer, quien es la funcionaria encargada de liderar todos estos asuntos en el Poder Ejecutivo. Lo más grave es que los informes oficiales dan cuenta de una impunidad prácticamente total en este campo. Para el debate en el Congreso de la República, la Fiscalía General de la Nación informó que tan sólo se investigan 206 casos, que en su Unidad de Justicia y Paz hasta hoy se han hecho únicamente seis imputaciones, y que todavía la justicia no ha proferido condenas. Cifras y realidades desconcertantes si se tiene en cuenta que los datos que arroja el estudio “Violaciones y otras violencias: saquen mi cuerpo de la guerra” realizado por las organizaciones de mujeres con el apoyo de Intermon Oxfam revela que en la última década 489.687 mujeres fueron víctimas directas de violencia sexual en los municipios con conflicto armado. Lo que significa que cada hora seis mujeres sufren algún acto de ultraje sexual.
Así como se conocen los relatos de víctimas de múltiples desplazamientos forzados, también hay narraciones que muestran que muchas mujeres han sido víctimas de múltiples violaciones sexuales en distintos contextos. En el debate de control político, presentamos el testimonio de María Eugenia Urrutia, dirigente de la organización Afromupaz —compuesta por mujeres afrocolombianas desplazadas del Chocó—, quien ha sido violada en tres ocasiones por miembros de grupos paramilitares. Luego de padecer sucesivos desplazamientos, los ultrajes han sobrevenido en cada sitio al que llegó con su familia como castigo por su liderazgo social. Ella denunció que la participación de mujeres en la exigencia de derechos viene ocasionando, como represalia, la violación de sus niñas.
Como se señaló, todos los actores del conflicto armado ejercen en forma sistemática los vejámenes sexuales. En la respuesta del Instituto de Medicina Legal al debate parlamentario, para el período 2007 al 2009 las guerrillas eran responsabilizadas en 32 dictámenes periciales, mientras que los grupos paramilitares aparecían en 10 y las Fuerzas Militares en 126. Pese a que esta respuesta reconoce un fuerte subregistro y a que en la mayoría de los dictámenes no fue identificado el autor de los delitos sexuales, llama la atención que los miembros del Ejército y la Policía aparecen como presuntos responsables de más del 70% de los casos denunciados. Ya desde 2006, la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia alertó sobre el “aumento de denuncias de actos de violencia sexual contra mujeres y niñas por parte de servidores públicos, en particular miembros de la Fuerza Pública”. En los últimos dos años la Oficina informó de hechos atribuidos a integrantes de las instituciones castrenses en 14 departamentos, e hizo especial énfasis en el caso ocurrido en Arauca en octubre de 2010, en el que se inculpó a un miembro del Ejército por la violación de dos niñas con un intervalo aproximado de dos semanas.
No obstante que el Ministerio de Defensa Nacional ha expedido directivas en las que se ordena “cero tolerancia a la violencia sexual” en las filas de la Fuerza Pública, tales exhortos parecen seguir siendo desoídos en la práctica, pues las cifras expuestas y comprometedores comportamientos registrados de algunos mandos, generan serios interrogantes acerca de si sectores de las Fuerzas Militares imparten instrucciones para consentir y estimular el abuso sexual. En marzo de 2007, se conocieron fotos tomadas por funcionarios de la Defensoría del Pueblo en una escuela del municipio de El Castillo. En el pizarrón de una de sus aulas, miembros del Batallón XXI Vargas que realizaron un operativo militar en la zona dejaron la siguiente inscripción acompañada de cinco instrucciones precisas: “Tema del día: como violar a una guerrillera (sic)”. El Ministro de Defensa se comprometió en el epílogo del debate a investigar estos hechos.
Es urgente que el Estado colombiano adopte un conjunto de políticas públicas que erradiquen la violencia que se perpetra a diario contra mujeres y niñas, especialmente de la violencia sexual utilizada como método de guerra. Para ello se debe acabar con la impunidad y que los máximos responsables de organizaciones o aparatos armados que hayan ordenado la ejecución sistemática del abuso sexual sean condenados ejemplarmente. De igual modo, es necesario que se emprenda una labor pedagógica con el concurso de los medios masivos de comunicación que ayude a construir la condena social del ultraje sexual con fines de dominio militar o de control territorial. El reconocimiento de la violencia sexual como parte de los crímenes contra la humanidad que se cometen a diario en Colombia no sólo forma parte del proceso de eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres, también es un aspecto sustancial de la verdad que requerimos para convertirnos en una sociedad realmente democrática.
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