MEDELLÍN Y CÓRDOBA

EN MEDELLÍN VAN CERCA DE 2.000 asesinatos este año y en el departamento de Córdoba más de 800.

Por: Iván Cepeda Castro

Cifras alarmantes que se presentan en dos lugares íntimamente ligados a la vida personal y política del presidente Álvaro Uribe, y en donde, según el discurso oficial, se había logrado llevar a la práctica con éxito el modelo de la seguridad democrática y el llamado “proceso de reconciliación”.

En Medellín está en curso la feroz disputa por la jefatura de la ‘Oficina de Envigado’, la estructura narcoparamilitar que han utilizado los clanes familiares para buscar el control de la ciudad y sus negocios lícitos e ilícitos. Las investigaciones que se están realizando han revelado la identidad de quienes forman parte de esos clanes y han utilizado los servicios de esas estructuras. Uno de tales personajes es el caballista Santiago Gallón Henao, quien tuvo negocios con empresas familiares del presidente Uribe y ha sido cercano a la familia Valencia Cossio. Al reconocer ante los jueces el cargo de concierto para delinquir agravado, Gallón Henao admitió su papel como financiador de grupos paramilitares. Pero ésta no fue su primera aparición en las páginas judiciales: se le había acusado además de haber asesinado, en compañía de su hermano, al futbolista Andrés Escobar. Otro personaje que logró pasar inadvertido por largo tiempo fue Guillermo Ángel. Como lo mostró el periodista Daniel Coronell, Ángel fue parte del grupo de narcotraficantes denominado ‘Los doce del patíbulo’ y dueño de una empresa de helicópteros que ha tenido entre sus clientes varias entidades estatales, al paramilitar Vicente Castaño y a “usuarios menos afortunados, como el trágicamente fallecido Pedro Juan Moreno Villa”. El presidente Uribe ha reconocido los vínculos de su familia con los hermanos Ángel. Los clanes familiares que triunfaron en la guerra con Pablo Escobar son los mismos que aparecen hoy en el trasfondo de la nueva guerra por el control de ‘La Oficina’.

Las muertes en Córdoba están ligadas a la batalla por el control territorial. Se trata de la guerra que libran estructuras paramilitares por adueñarse de zonas aptas para las rutas del narcotráfico. Denuncias que provienen del departamento señalan que municipios costeros como San Antero, San Bernardo del Viento, Puerto Escondido, Los Córdobas y Moñitos, son utilizados como puertos por donde pasan las rutas del narcotráfico. Según esos testimonios, toda la zona está copada por grupos paramilitares que mantienen sus nexos con políticos y miembros de la Fuerza Pública. Todo esto sucede en la misma región en la que se encuentra ubicada la hacienda presidencial El Ubérrimo y en la que tienen sus propiedades amigos del Presidente de la República que han sido investigados por sus vínculos con el paramilitarismo, como William Salleg Taboada, director de El Meridiano de Córdoba, y el ex gobernador Jesús María López Gómez, condenado por pertenecer a las Auc.

Para desgracia de la ciudadanía en Medellín y Córdoba, los nexos entre los políticos, los narcotraficantes y los paramilitares siguen siendo los factores que determinan la historia de violencia que causa la muerte de cientos de personas cada año. En las elecciones que tendrán lugar en 2010, el sentimiento de indignación que provoca la catástrofe social que ha generado el régimen de criminalidad y enriquecimiento mafioso que nos gobierna debería transformarse en una consciente participación política.

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Por: Elespectador.com

LOS EXTREMOS DE LA INJUSTICIA

Por: Iván Cepeda Castro

VISITÉ A CARMELO AGÁMEZ EN LA prisión de Corozal hace unos meses. Se encontraba en un pequeño patio rodeado de los jefes paramilitares y de los políticos corruptos que había denunciado ante los fiscales.

Le pregunté cómo podía lidiar él —un caracterizado líder del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado— con esa peligrosa convivencia. Me respondió: “Con inteligencia”. Esa tarde vi la tristeza en su mirada cuando se despidió de su nieto, quien lo visitaba junto al resto de su familia. Carmelo, el líder de las víctimas de San Onofre, Sucre, cumple en estos días un año de haber sido encarcelado. Luego de organizar a los campesinos y de encabezar la revuelta para acabar con la parapolítica en esa región del país, se desató en su contra una brutal persecución. Los constantes hostigamientos llevaron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a pedir medidas de protección especial para garantizar su vida y la de otros 15 activistas del Movimiento de Víctimas en Sucre. Entonces la venganza tomó la forma de un montaje judicial. Sus enemigos lo acusaron de haber participado en la alianza criminal que precisamente combatió toda su vida. A mediados de este año se abrió una investigación penal contra el fiscal segundo especializado de Sincelejo, Rodolfo Martínez, por la manera arbitraria en que estaba conduciendo el caso de Carmelo. Se logró el traslado del expediente a Bogotá. Pero de nada sirvió. Esta semana la fiscalía 28 especializada perteneciente a la Unidad contra el Terrorismo lo llamó a juicio por concierto para delinquir agravado.

Mientras tanto, en Córdoba sigue desarrollándose un plan para acabar con las organizaciones de mujeres desplazadas. Primero asesinaron a Yolanda Izquierdo, quien dirigió la recuperación de más de 800 hectáreas de la finca Las Tangas. Luego de ese homicidio, el presidente Álvaro Uribe anunció en un discurso, con tono firme, acciones para entregar la tierra arrebatada a los desplazados y medidas para garantizar su protección. Ninguno de esos anuncios se cumplió. Por el contrario, la situación de las víctimas ha empeorado. La principal acusada de la muerte de Yolanda, Sor Teresa Gómez, no ha sido aún capturada. Este año fue asesinada Ana Isabel Gómez, integrante de la junta directiva del Comité de Familiares Víctimas de la Violencia en Córdoba, Comfavic. Su homicidio ocurrió una hora después de que terminó en Montería un consejo de seguridad en el que estuvieron el comandante de las Fuerzas Militares, Freddy Padilla de León, y el director de la Policía, general Óscar Naranjo. Hace pocos días, Mario Montes de Oca, asesor jurídico de Comfavic, fue herido por sicarios en las calles de Montería. Alberto Luis Pastrana Soto, mensajero de la misma entidad, murió en el atentado.

A los líderes de las asociaciones de víctimas se les asesina o persigue judicialmente. A los máximos responsables del aparato criminal que ha usurpado la tierra y desplazado a los campesinos se les garantizan la impunidad y otros beneficios. En zonas como Montes de María, Urabá y Córdoba, las tierras robadas están siendo legalizadas mediante compras masivas que realizan consorcios cercanos al Gobierno y a la familia presidencial. No sólo legalizan el despojo por medio de redes de testaferros. Han creado un aberrante sistema que premia a quienes se lucran de la concentración violenta de la tierra con subsidios y créditos flexibles. Son los extremos de la injusticia.

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LA RESPONSABILIDAD DE FRANCISCO SANTOS

Por: Iván Cepeda Castro

EN UN FORO REALIZADO EN CALI, POco antes de la adopción de la Ley de Justicia y Paz, el vicepresidente de la República, Francisco Santos, proponía la creación de un “tribunal de la reconciliación”.

Esta instancia, conformada por prestantes ciudadanos, debería ayudar a resolver el “problemita” de los efectos judiciales que podrían tener las confesiones de los jefes paramilitares. En presencia del arzobispo sudafricano Desmond Tutu, el Vicepresidente llamaba a reemplazar las confesiones ante los fiscales por “confesiones morales”. En ese mismo discurso decía que la sociedad colombiana necesitaba entender que personas como Salvatore Mancuso también fueron víctimas y “les había tocado irse para la guerra”.

¿Por qué temía el Vicepresidente las confesiones con efectos judiciales? En abril de 1997 surgieron las Autodefensas Unidas de Colombia. En el proceso de federación de los diversos grupos paramilitares había desempeñado un papel decisivo el proyecto de las Convivir, impulsado por el gobernador Álvaro Uribe Vélez. Las empresas de seguridad, uno de cuyos fundadores era Mancuso, se convirtieron en la estructura que permitió la organización nacional de los paramilitares utilizando la institucionalidad legal que proporcionaba el Estado. Según Mancuso, en esos años Francisco Santos sostuvo varias reuniones con la cúpula de los grupos paramilitares. Incluso una de ellas habría tenido lugar en las instalaciones del periódico El Tiempo para explicar el sentido de la estrategia de las Auc. Para Santos, el nuevo “proyecto contrainsurgente” era un movimiento político-militar “con arraigo en distintas clases sociales —incluso las populares—”. Un proyecto que surgía “de las entrañas de la violencia guerrillera” ante el “vacío del Estado”.

Ahora, luego de que se han producido las confesiones de los jefes paramilitares, que intentaba evitar el Vicepresidente con el discurso de la reconciliación nacional, su lenguaje se ha tornado más abierto y directo. A los magistrados los acusa de llevar a cabo una “justicia espectáculo”. A los defensores de derechos humanos de formar parte de una asociación con los delincuentes. Ahora Mancuso ya no le parece el jefe de un movimiento político-militar digno de visitar la redacción de El Tiempo ni una víctima que tuvo que entrar en la guerra. Ahora, lo cataloga de delincuente y narcotraficante que no merece ninguna credibilidad.

La justicia tendrá que definir si el vicepresidente de la República, Francisco Santos, formó parte del proyecto de creación de las estructuras paramilitares en Bogotá. No obstante, las dimensiones de su responsabilidad son evidentes e innegables. Es difícil creer que el joven periodista de la casa editorial más influyente del país no conociera el verdadero trasfondo del proyecto paramilitar: sus estrechos nexos con las instituciones estatales, su carácter abiertamente agresivo, su táctica de “vaciar” y “limpiar” zonas enteras del país para obtener el control territorial de los clanes económicos y políticos. Pero además de la justificación consciente, y de las reuniones con los comandantes paramilitares, existe un hecho que habla del papel que ha desempeñado en este proceso Francisco Santos. Nadie que haya ocupado una posición tan alta en el Gobierno del presidente Álvaro Uribe —un aparato involucrado orgánicamente con los grupos paramilitares y con multifacéticas formas de corrupción— puede considerarse exento de responsabilidad criminal.

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EL SEÑOR NARVÁEZ

Por: Iván Cepeda Castro



EN EL ARTÍCULO “GUERRA POLÍTICA como concepto de guerra integral”, publicado a mediados de la década de 1990 en la Revista de las Fuerzas Armadas, José Miguel Narváez afirmaba:

“El trabajo de la subversión desarmada ha logrado en este proceso colombiano de conflicto interno más resultados en contra del Estado como un todo, que el trabajo del ente subversivo cargado de fusiles y ametralladoras. Es aquí en donde se encuentra el verdadero centro del conflicto”. En palabras de Narváez, los magistrados, periodistas, defensores de derechos humanos, opositores políticos, sindicalistas son un “cáncer sin diagnosticar plenamente”. La tarea consiste entonces en “neutralizar a los agentes enmascarados e infiltrados de la llamada guerra política”. Las “gentes de bien” deben rescatar la “educación patriótica y cívica” y evitar la sustitución de los “valores de la nacionalidad” por una “cultura de reclamación permanente de derechos”.

Esas reveladoras frases provienen de la ideología primaria y agresiva que ha imperado durante décadas en muchas de las instituciones militares, políticas y educativas del país: una mezcla de las tesis del nacionalsocialismo, los valores del Opus Dei y los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional. Esos preceptos fueron los que inculcó Narváez en varias instituciones estatales. En las academias militares, como profesor enseñó su concepción sobre la psicología de la subversión y la guerra política. Su prédica fundamentalista nutrió el discurso del actual gobierno, que lo convirtió primero en uno de sus consultores de cabecera en asuntos de seguridad, y luego en subdirector del DAS. Desde esta última posición, Narváez contribuyó a crear la unidad de inteligencia G-3, que tenía como tarea principal —de acuerdo con los documentos incautados por la Fiscalía— “neutralizar” a los opositores del Gobierno.

Al parecer, el funcionario estatal compartía esas funciones con otra carrera paralela: la de consejero e instructor de los jefes paramilitares. Según Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, a Narváez “lo único que le faltaba era el brazalete”. Como miembro orgánico de las autodefensas servía de intermediario con el alto mando militar y político. Otros ex jefes de las Auc han ratificado esas afirmaciones. Freddy Rendón, alias El Alemán, aseguró que en esas visitas a los campamentos paramilitares el consejero iba acompañado de otro de los “asesores” de ellos, Ernesto Yamhure. Narváez se jactaba de sus relaciones con políticos y generales. Le transmitía a Carlos Castaño sus órdenes: asesinar a Jaime Garzón y a Manuel Cepeda, secuestrar a Piedad Córdoba. Era la aplicación práctica del curso en el que enseñaba que en Colombia es “lícito matar comunistas”.

El señor Narváez es apenas una pieza del aparato criminal: consejero de los jefes paramilitares y también del Gobierno, instigador del odio y emisario de las condenas a muerte proferidas por el alto mando militar y político. “Un hombre honorable”, así lo definió José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, otra de las instituciones que asesoró Narváez.

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La decisión de los directivos del periódico El Tiempo de destituir a la columnista Claudia López es un acto de abierta censura. Pero además es el primer ensayo de una estrategia propuesta por José Obdulio Gaviria: desarrollar la guerra política contra los magistrados, los columnistas y los defensores de derechos humanos. Otro fanático de derecha, muy similar en su prédica a Narváez.

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LA CONFIANZA DE LOS RICOS Y LAS REINAS

Por: Iván Cepeda Castro

A MEDIADOS DE LA DÉCADA DE 1990 asistí en Bruselas a una conferencia internacional sobre la situación de derechos humanos en Colombia. En la mesa que presidía el evento estaba el entonces embajador ante la Unión Europea Carlos Arturo Marulanda.

Recuerdo su mirada de desprecio al auditorio, en el que se encontraban algunos campesinos de la hacienda Bellacruz, ubicada en el departamento del Cesar. Con la ayuda de los paramilitares, el Embajador había usurpado las tierras de los labriegos y las había anexado a su inmensa propiedad. 270 familias tuvieron que salir de allí luego de varias incursiones armadas en las que los paramilitares incendiaron sus viviendas y cultivos. Después de años de buscar justicia ante los tribunales, los desplazados de Bellacruz lograron que se profiriera una orden de arresto contra Marulanda, quien se dio a la fuga. En julio de 2001, el ex diplomático fue capturado en España, pero meses más tarde se le dejó en libertad. La historia no terminó allí. Los campesinos obtuvieron que el Gobierno se comprometiera a entregarles unos predios para su asentamiento definitivo. Cuando al fin se les otorgaron tierras en Cundinamarca, la entonces gobernadora del departamento, Leonor Serrano, alentó a los alcaldes de la zona a que se abstuvieran de recibir a los desplazados, puesto que “eran guerrilleros que acarrearían conflictos en la comunidad”. Los campesinos interpusieron una acción de tutela que revisó la Corte Constitucional. Mediante la sentencia T-227 de 1997, el alto tribunal ordenó a la gobernadora abstenerse de restringir la libre circulación de las víctimas y la obligó a hacer un curso de derechos humanos en la Defensoría del Pueblo.

Hoy, algunas de las familias desplazadas viven en el Tolima y se dice que sus tierras en el Cesar han sido compradas por el empresario Germán Efromovich para hacer cultivos industriales de agrocombustibles.

Esa es apenas una página de la historia de la usurpación de la tierra en Colombia, cuyo correlato es la creación de toda clase de leyes, acuerdos, incentivos, subsidios y programas para garantizar la impunidad, la legalización del despojo y en especial la concentración intensiva de la riqueza. De esa historia hace parte el reciente escándalo de los subsidios a familias acaudaladas por el programa Agro Ingreso Seguro. Mientras el Gobierno regatea sobre los costos que tiene la reparación de las víctimas, no vacila en entregar los recursos públicos a sus socios, los magnates de la tierra y del mundo empresarial, para obtener su respaldo político.

Luego de la férrea oposición del neoliberalismo a las ayudas públicas destinadas a los desposeídos, que contribuyó a incrementar la pobreza en el mundo, se ha operado un giro de las políticas económicas. Por una parte se entregan miserables “ayudas” con fines populistas, y al mismo tiempo, se desvía la mayor parte de los fondos consagrados a los pobres hacia los multimillonarios, con el pretexto de que ellos pueden “generar empleo”. Se trata de disfrazar una nueva versión del “darwinismo social” que pregona que la regla suprema del sistema es la supervivencia de los más aptos, o sea los ricos.

Con acierto un editorial de El Espectador en días pasados afirmó que el Estado colombiano es hoy una maquinaria corporativista: la alianza de corporaciones de la mafia, la criminalidad y la más rapaz corrupción. Eso es lo que el presidente Uribe define como “confianza inversionista”.

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Tomado de EL ESPECTADOR http://elespectador.com